Shamo se escribe con aerosol
Por Sara Ruiz Montoya
―Ya sé que no me vas a decir tu nombre. Pero quiero que me contés tu historia.
Parecerá caprichoso, pero para escuchar relatos de calle, a veces, hay que sentarse en un sillón negro, forrado en plástico escarchado, sobre el cual todos los días se apoltronen personas para ser tatuadas.
Esas historias deben estar ambientadas con canciones de house y lounge, un paisaje de tarros de aerosol y paredes de colores ácidos, contrastados con el ir y venir de grafiteros de pantalones anchos y el siete en el pelo, que a diario visitan el taller del Shamo, llamado En la Ksa.
Es Shamo quien cuenta historias de calle: de las calles de Medellín, por las cuales se pasea el joven de veintidós años―cuando no está tatuando― cargando una mochila llena de pintura en spray que saca de su tienda Mansha, y acompañado de algún crew que frecuente la ciudad propagando la cultura hip-hop.
Shamo mide de aproximadamente 1,90 de estatura, y tiene dos pares de rastas de color tostado que le llegan a media espalda. Él no revela sus datos personales, y no es por la mala memoria que dice tener; sino porque su esencia de grafitero, y magia de tatuador, impiden que se divulgue su verdadera identidad.
Sobre su piel clara, lleva tatuados en las piernas un gato lampiño y un gallo, porque Shamo con “S” significa gallo de pelea. Sin embargo, hasta el momento en que tuvo su tatuaje listo, el sentido de su nombre artístico solo correspondía al apelativo que en Venezuela se le da a un muchacho cualquiera. “Allá chamo (pero con “C”) es como decir pelao aquí”.
Aunque oriundo de Medellín, casi toda la infancia de Shamo transcurrió en la tierra de Bolívar. Su papá tenía trabajo en Venezuela como decorador y maestro de obras. Allá, el joven aprendió a dibujar siguiendo los pasos de su padre, también pintor de cuadros. En el 2004, Cuando tenía doce años y su hermanita cinco, su familia se trasladó para Colombia, “porque Chávez quería cerrar las fronteras para los menores de edad nacidos en Venezuela”.[2] Afirma el tatuador.
Una vez radicado en Colombia, residiendo en Copacabana, a Shamo le regalaron un curso de artes plásticas en la escuela de Bellas Artes. “Una amiga de mi mamá, cuando me vio dibujando, me preguntó por qué no me metía a clases de pintura. Le dije que no había plata…” Y ella pagó la matrícula.
Los estudios se convirtieron no en la base para un típico artista que pinta sobre lienzos, sino en la herramienta para incursionar en un mundo de música, baile e irrupciones; en un entorno de cultura hip-hop.
Una vez con su diploma de bachiller, Shamo decidió ponerse a estudiar diseño gráfico en el Cesde, solo con la intención de tener un cartón. Pero se dio cuenta de que no era lo suyo: a él le gusta es la calle, no estar sentado frente a un computador. Entonces, abandonó su carrera incipiente y se inscribió en un proceso lleno de búsquedas y amor por la expresión del canalla.
Shamo se metió en el cuento.
― Vea, me llamaron del colegio. Que está rayando la unidad. Que esto y lo otro…
En el Instituto educativo José Manuel Restrepo Vélez, saben bien que Shamo, desde que pasó por sus aulas, es grafitero. “Un día hablé con la coordinadora del colegio, y le pasé la propuesta de pintar un muro pa los pelaos (sic)”. A María Eugenia Vanegas Arredondo, hoy rectora del Jomar, le gustó la idea. Y Shamo empezó a pasar por todos los salones recogiendo cuota voluntaria: ¡Ey, que la colaboración pa’l grafiti!, “y todos los pelaos entusiasmados poniendo de a doscientos, de a quinientos, de a mil (sic)”.
Así, desde el 2010, la cancha del Jomar está pintada. Intervinieron grafiteros como Fate, Feike, Fósforo y Chinga. Y casi cuatro años después, Shamo cuenta, exhibiendo una sonrisa de metal, que se encuentra con sus antiguos compañeros y actuales estudiantes del colegio, y le comentan: ¡Ey, yo me acuerdo que usted era el que recogía plata para hacer los grafiti!
Este fue el inicio de un proceso de aprendizaje empírico, de iniciativa por soltar el papel y el lápiz, para comenzar a intervenir legal e ilegal. Primero, en las paredes de su habitación ―sin pedirle permiso a su mamá―. Luego, saliendo con sus amigos de Copacabana y de Envigado: grafiteros, raperos y bailarines que le prometieron “volverlo teso”, invadiendo las calles de día y de noche, ensayando, descubriendo y puliendo técnicas.
Verde limón
En el 2011, Shamo conoció Beatbox, una tienda de aerosoles que estaba ubicada en el paseo de La Playa. “Entonces yo fui todo animado, todo curioso, bacano, tin (sic)”, y ahí conoció al Fate, un grafitero de Bello, que ejerce desde 1996. “El man estaba comprando un montón de aerosoles, que en ese tiempo valían quince mil pesos, y para mí eso era una cantidad de plata…”
Shamo le pidió al Fate una recomendación de un marcador para empezar a pintar. Él le dijo: “Si quiere que lo conozcan, compre un marcador bien llamativo, para que todo el mundo vea la firma… o si quiere algo más normalito, cómprese uno negro”. Shamo escogió el verde limón. Color que hoy tiene el logo de En la ksa y las paredes de su local de tatuador.
El Fate le enseñó a firmar, le dio su tarjeta y desde entonces es una de las personas más importantes para la vida artística del Shamo.
“Por esa época, me empezó a gustar el tattoo”, recuerda el grafitero. Empezó tatuando mandarinas, mangos y bananos (pues la cáscara es sensible, y se asemeja a la piel humana), y utilizó como locación no un recinto con vidrieras, paredes de color ácido, un plasma de 42” y un sillón brillante; sino una terraza cerca al parque de Envigado con una bombilla de ahorro como iluminación y una camilla armada con un asiento trasero de bus y dos cajas de cerveza.
Un día, llegó a la casa bioseguridad al local. “Todo fue porque le estaba tatuando unas letras a un man, que estaba sin camisa”, afirma. Ese día aprendió sobre la sanidad de su negocio, cómo que tenía que utilizar pinturas con aceite, y que debía usar canaletas para guardar los materiales. “Ya después organizamos todo eso con presupuesto propio (…) a mí no me gusta que me ayuden. Mi mamá me ofreció ayuda y yo no quise”.
Han pasado ya tres años y Shamo recibe en promedio dos clientes diarios para tatuar. Por eso, dice, se mantiene ocupado. Aquella tarde de sábado, algunas horas antes, había estado tatuando a Karol G, cantante de reggaetón de la ciudad.
Aunque el tattoo sea el oficio en que pretende mantenerse toda su vida, Shamo se declara más grafitero que tatuador: “Sinceramente, yo me veo tatuando de por vida. Pero también grafiteando, que es mi esencia… y no la puedo olvidar”.
Shamo recuerda la primera vez que salió a pintar con otros grafiteros. “Ese fue el grafiti más feo de mi vida, obvio”, declara con firmeza. El Fate y su crew, W3, pintaron toda una tarde en un muro de Envigado. Se acomodó ante el pedazo de mural que le correspondía intervenir y se puso a pintar. Estaba nervioso.
Cuando terminó, dijo para sí: “Uy no, qué desastre… yo no vuelvo a hacer esto”. “Tembloroso y todo”, como él dice, Shamo veía a los demás grafiteros pasar por su lado para observar su grafiti. “Pero como ya estaba medio oscuro, nadie lo alcanzó a ver bien, gracias a Dios”.
―Alcízar, ¿qué se hizo el grafiti que yo hice en el primer Viga Hip hop? ¿Usted lo tiene?
―Sizas, por ahí hay una foto.
―Qué figura.
De la Nada
Alcízar Pulgarín, amigo y compañero artístico del Shamo, dice que cuando nació, su mamá le dio “un guarapazo con este nombre”. A él le funciona más decir que Alcízar es su nombre artístico, “porque si digo que es mi nombre de pila, me gozan”, afirma con picardía. Alcízar lleva 24 años dentro del movimiento hip hop en Colombia. Tiene 33.
De altos dotes para la persuasión y lo histriónico, Alcízar cuenta, sentado al lado de la poltrona brillante del taller de Shamo, que fue quien lo introdujo en el mundo hip hop, y lo respalda, junto con la corporación De la Nada, en sus proyectos profesionales y artísticos. Él, en sus palabras, es “como el hermano mayor del Shamo”.
Mientras que Shamo se encuentra en la sala de estar de su casa, en una entrevista acerca de La Casa de la Nada con un par de estudiantes de comunicación social de la UPB, Alcízar cuenta que “En De la Nada nos ocupamos de apoyar a la gente artísticamente, enseñando los cuatro elementos principales del hip hop: el rap, la palabra del hip hop; el breakdance, la danza del hip hop; el dj, la producción del hip hop; y el grafiti, la cultura y la escritura del hip hop (…) Nosotros ayudamos a Daniel* a conseguir la casa actual donde vive y tiene su taller”.
Alcízar, sin pelos en la lengua y sin habérselo pedido, reveló el nombre de pila que Shamo desde el principio se negó a pronunciar.
Shamo, al escuchar su nombre de pila desde el otro lado de la vidriera que separa el taller de la sala de estar, interrumpe su discurso para volverse hacia Alcízar, lanzando una mirada punzante y profiriendo palabras de desazón, como las que emitiría un padre cuyo hijo ha descubierto accidentalmente que Papá Noel no existe.
La corporación De la Nada comenzó en el 2006 desde lo underground, y se formalizó ante la cámara de comercio en el 2011. “Nos registramos ante cámara y comercio… Ellos (el gobierno) le piden a uno que se formalice para tenerlo a uno ahí”. Afirma Pulgarín elevando el tono de su voz. Sin embargo, aunque avalada por el municipio de Envigado, “el gobierno nos puso mucho problema con eso (…) es que aquí la gente no entiende las nuevas dinámicas de arte”.
Y el municipio, consciente o inconscientemente, ha interferido en los proyectos urbanos de De la Nada, y del Shamo. La casa de la Nada, compartiendo localidad con la tienda de ropa Afrosoul y la tienda de aerosoles Mansha, ubicada cerca del Teatro de Envigado, recibió en el 2013 una mala noticia: El Metroplús estaba por construir sus vías en ese lugar, e iban a demoler el sitio. “Nos dijeron que debíamos irnos”. Cuenta Pulgarín.
*Nombre cambiado por petición del entrevistado.
Entonces La casa de la Nada salió a buscar nueva sede y Shamo, respaldado siempre por Alcízar, consiguió localidad independiente para Mansha, y para el taller de tattoo. En la carrera 43A, al frente del cementerio de Envigado, Shamo encontró su casa cooltural[1]. Alcízar hizo que el arrendatario rebajara el valor del alquiler de un millón de pesos a setecientos cincuenta mil.
Grafitero por ley
Sucede en el Valle de Aburrá una dualidad legislativa en cuanto al grafiti. Como otros grafiteros, Shamo ha pintado a veces libre, por la noche, escondido; a veces en el día, concursando, exhibiendo, enseñando.
Aunque Shamo prefiere salir a pintar por parche en las noches de lunes, martes y miércoles, de 12 a 3 a.m., el domingo 2 de marzo, a las 12 del día, Shamo se reunió con diferentes grafiteros, pupilos y aficionados del grafiti, en la estación del metro de San Javier, para realizar un taller de realismo[2], dictado por él y sin ánimo de lucro.
Se distribuyó un muro de aproximadamente cuarenta metros, en veinticinco partes, para que cada uno de los asistentes al evento pudiera pintar, guiado por Shamo, un grafiti que decoraría la parte alta del sector Santa Mónica, en San Javier.
Los asistentes, entre ellos Kensy, un muchacho de dieciséis años y ojos saltones que brillan sobre una máscara para pintar con aerosol, y Mela, la única mujer del grupo y amante de los aerosoles colorados, conocieron a Shamo a través de las redes sociales, asistieron a asesorías y clases dictadas por él en su taller y se involucraron cada vez más en esta práctica callejera.
Shamo empezó a dar clases porque varias personas, a medida que veían sus rayones en la calle, le sugirieron empezar a enseñar lo que había aprendido con la práctica. Él lo hizo, y lo sigue haciendo. A veces por dos mil pesos, a veces sin cobrar nada. A él le gusta dictar clases porque “así la gente se va interesando más y más en el tema, y aprende”, por supuesto.
Sin embargo, un personaje como Shamo, debe encontrar la manera de subsistir: de pagar el arriendo de la casa donde vive solo (sus padres hoy en día viven en Aruba, y su hermana en Bello, con sus tías), conseguir los aerosoles, los materiales para tatuar, y, por qué no, enviar dinero cada cierto tiempo a Bello… y a Aruba.
“A Daniel y a su familia, aquí entre nos, les ha tocado muy duro… muchos problemas financieros. Y ya él se está echando a la familia encima con esto. Le va bien ¿Por qué? Porque está perseverando”, afirma Alcízar.
Por eso, algunos proyectos municipales en Medellín y Envigado han contado con la participación de Shamo, a través de concursos como El Festival del grafiti, organizado por Comfenalco, que consiste en intervenir de manera creativa el muro externo del zoológico Santa Fe y en el Parque Guayabal, con una temática especial y un premio mayor de dos millones de pesos. Este último, en los dos años consecutivos, queda en manos de Shamo. La última vez, a finales del 2013, por pintar a Justin Bieber intentando tachar la firma de Shamo sobre la pared.
Sin embargo, a pesar de las frecuentes iniciativas del gobierno y del comercio por incursionar en la propaganda pintada de aerosol, Shamo tiene una postura clara. Él accede a estas propuestas, si son de libre temática y estilo. Si ponen condiciones, “obviamente, por plata se haría, pero no tendría mi firma ahí” dice. Si le solicitan su estilo, pide una cantidad exorbitante de dinero, o simplemente dice que no. “Por ejemplo, yo le diseñé un reloj a Casio, e hicimos una publicidad al mismo tiempo, para ellos y para mí”.
Grafiti sobre la piel
Shamo tiene tatuados, en los dos pies, a Miguel Ángel Buonarroti y a Leonardo da Vinci. Normalmente, quien elige hacerse un tatuaje lo hace con algún sentido visceral, o intención conmemorativa. Pero Shamo, como tatuador, elige que lo tatúe alguien ―que no sea él
― con algún estilo que le interese, solo por gusto, y para aprender más, mientras ve como rayan su piel.
Así como Shamo elige a los autores de sus tatuajes, es contactado diariamente para rayar sobre alguien más. Y es que él tiene algo que no tienen los demás tatuadores. Él implementa el grafiti en el tattoo, y, por qué no, el tattoo en el grafiti. Por ejemplo, “el tatuaje tradicional es todo delineado. El grafiti, no. Yo hago estilos de grafiti delineados (…) El fadcap[1] por ejemplo, es un estilo de grafiti que implemento en el tattoo”. Enuncia el tatuador.